007. man out of time

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chapter seven
007. man out of time

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junio, 1943

EL FUTURO estaba a sus puertas.

Más bien, el futuro se mostraba en vistas espectaculares de la Expo Stark ubicada en Queens. Este futuro explotaba en el cielo con brillantes (y ruidosos) fuegos artificiales coloridos y una arquitectura demencial que avergonzaba a cualquier modernista. Si bien la mayoría aún salía de las profundidades de la Gran Depresión, viviendo de raciones y poniendo todo el esfuerzo que pudieron en la guerra, podía apreciarse bien que el dinero en tecnología estaba prosperando. La exposición de Stark parecía más un parque temático que una idea de cómo podrían ser sus días al terminar la guerra. Largos espacios de pit stops, atracciones, puestos de perritos calientes y mercadillos eran tan populares como los experimentos científicos escolares amateur y las creaciones no tan amateur que bien podrían rozar la magia. Se trataba de un gentío maravillado y asombrado por la imaginación. Una exposición mundial de talento e innovación.

Aunque Steven Rogers no sentía la emoción.

Todavía tenía un moratón en la mejilla por una pelea en un callejón que nunca admitiría haber perdido si Bucky no hubiera aparecido para sacarlo de allí.

Debía verse ridículo al lado de Bucky. ¿Cómo no podría ser el hazmerreír al lado de su mejor amigo? Un hombre con una sonrisa encantadora y un encanto carismático. James Buchanan Barnes vestía su nuevo uniforme. El Sargento James Buchanan Barnes, más bien; el soldado perfecto con cabello oscuro y liso y una altura superior al promedio... bueno, al menos era mucho más alto que Steve.

Era su mejor amigo. Lleva siendo su mejor amigo desde que Steve era aún más chusquero y estaba muy solo, no tenía sentido que Bucky fuera a la guerra y Steve no pudiera.

Tenía sentido. Bucky no era delgado, bajo y enfermizo; no era un asmático con problemas cardíacos y fuerzas quebradizas. Simplemente no se sentía bien.

—¡No veo qué problema hay! —Bucky intentó hacer que Steve se sintiera mejor después de que lo rechazaran para alistarse en el ejército... otra vez. Caminaban por debajo del imponente globo de hierro forjado que era la pieza central del extraordinario egoísmo de Stark—. Te convertirás en el hombre más cotizado de Nueva York. Hay tres millones y medio de mujeres.

Steve puso los ojos en blanco y se metió las manos en los pantalones.

—Me conformaría con una.

Bucky solo soltó una risita muy traviesa mientras le daba un codazo a Steve.

—Ya me he encargado de eso —levantó la mano y deslizó esa encantadora sonrisa hacia un par de chicas que esperaban a la sombra de las estatuas cercanas. Obras artísticas idénticas de hombres que miraban el cielo nocturno a través de telescopios. Una de las chicas sonrió encantadoramente y saludó con la mano en respuesta estática.

Steve se desplomó ligeramente, sabiendo ya que la chica que la cita de Bucky había traído para él iba a decepcionarse. Pero de todos modos se peinó el cabello hacia atrás.

—¿Qué le has contado de mí?

—Sólo lo bueno —Bucky le dio un codazo una vez más y se puso en marcha.

Una gran lección que Steve aprendió era que a la mayoría de las chicas (al menos a la mayoría que ha conocido) nunca les gustaba estar cerca de un chico que las pisaría bailando. La chica de Bucky, Connie, parecía encantadora. Era un soplo burbujeante de energía, dando cada paso con un pequeño rebote al compás de sus rizos. Y Steve estaba seguro de que su amiga era igual de amable, excepto que ni siquiera hablaba con él, y mucho menos conocía todas las cosas buenas que Bucky aparentemente había dicho. Él no la culpaba. ¿Quién querría estar cerca de un tipo que tropezaba con sus propios pies?

Todo lo que podía ver era su cabello rubio y rara vez una mirada a sus ojos. Se mantenía al lado de Connie, dejando atrás a Steve, quien casi fue tragado entre la multitud, tratando de alcanzar al grupo.

Él miró a su alrededor, preguntándose si entre todos estos autos nuevos y exhibiciones mecánicas habría alguna ciencia mágica que lo haría más alto y más saludable... y simplemente mejor.

Connie los arrastró al frente del programa principal: el de Stark. Howard Stark era una de las mentes más brillantes de su generación, su tecnología era el avance del futuro. Todos estaban ansiosos por ver qué les daría y, en cierto modo, era como un espectáculo de magia. Sabían que de alguna manera él podía crear estas cosas magníficas y, sin embargo, no tenían idea de cómo lo harían ellos mismos.

Steve entró arrastrando los pies detrás de Buck y las chicas, dándose un festín lentamente con una pequeña bolsa de palomitas de maíz con mantequilla. Intentó ofrecerle un poco a Bonnie, hasta que ella le dirigió una breve y extrañada mirada y supo que era inútil.

Se puso de puntillas para intentar ver por encima de los hombros de muchos de aquellos que tenía delante.. Stark había contratado a cinco coristas vestidas de rojo brillante con sombreros de copa y mallas. Bucky lo notó y se arrastró un poco hacia un lado. Steve no dijo nada, pero le dio a su amigo una pequeña mirada de agradecimiento cuando finalmente pudo ver a Stark subir al escenario, provocando que la multitud estallara en fuertes silbidos y vítores.

Howard Stark era casi el hombre perfecto. Era un genio, multimillonario, playboy y la mentira favorita del mundo: un filántropo. Incluso aquí, exhibiéndose en Queens, Stark estaba invirtiendo la mayor parte de su dinero y equipo en el esfuerzo bélico: sus armas, aviones e intelecto. Y al hacerlo, su sonrisa aparecía en todos los tabloides de noticias.

—Damas y caballeros —les habló a todos con una sonrisa de actor—, ¿y si les dijera que dentro de muy pocos años su automóvil ni siquiera tendrá que tocar el suelo?

Las chicas quitaron las ruedas del auto y Steve frunció, perplejo por lo que había debajo. Placas en miniatura reforzadas con metal de Industrias Stark de color rojo brillante pintado en cada una.

—Sí. Gracias, Mandy —Stark apartó los controles del camino de una de las chicas y le lanzó una sonrisa deslumbrante—. Con la tecnología de reversión gravítica Stark eso se hará realidad.

Le guiñó un ojo mientras sus dedos rodeaban lentamente la palanca frente a él. Incluso Steve sintió este aliento de anticipación cuando la multitud se quedó callada con los ojos fijos en su mano mientras ésta empujaba gradualmente hacia arriba, y con ella, los extraños artilugios que reemplazaron las ruedas del Ford comenzaron a brillar. Un zumbido llenó sus oídos y observaron con jadeos entrecortados cómo el auto comenzaba a volar. Flotó a sólo unos metros del suelo, pero esos pocos metros fueron la cosa más espectacular que jamás habían visto.

—La leche... —Bucky estaba asombrado.

Fue entonces cuando las ruedas chispearon y el auto volvió a caer al escenario. La multitud y las chicas del espectáculo se quedaron sin aliento, saltando hacia atrás. Stark miró fijamente su creación con una mirada fruncida y sorprendida.

Rápidamente lo ocultó, forzando una risita.

—He dicho dentro de unos años, ¿no?

Al público le encantó. Aplaudieron como si nada hubiera pasado, riéndose de su maravilloso chiste. Steve se encontró suspirando, un poco perdido. Se quedó mirando el uniforme de Bucky y sintió esa sensación de tristeza nuevamente. Trató de imaginar a su padre con ese uniforme, su padre que perdió la vida en la primera Gran Guerra, y se preguntó si estaría siquiera orgulloso del hijo enfermizo que engendró. Un hombre que parecía más bien un niño que ni siquiera podía alistarse sólo por su asma.

Su mirada vagó y se fijó en un cartel cercano. Arriba, bajo el brillo de las luces del espectáculo, el Tío Sam señalaba con el dedo a Steve y exigía: ¡TE QUIERO A TI!

Él frunció los labios. Miró a Bucky una vez más. Steve había tomado su decisión, incluso si sabía que no lo llevaría a ninguna parte, no podía simplemente dejar que su mejor amigo saliera sin él. No podía darse por vencido, no por su padre, no por Bucky, no por este país, sino por todos aquellos que estaban perdiendo la vida día tras día, personas inocentes, no sólo soldados.

Había sido derribado una y otra vez, pero se levantaba; lo hacía todo el día, todos los días. Porque era lo correcto.

Se fue antes de que Bucky se diera cuenta, tomando el camino directo hacia el edificio de reclutamiento ubicado justo donde señalaba el Tío Sam. Se abrió paso y subió las escaleras, pasó por debajo de la bandera estadounidense y atravesó las puertas detrás de muchos otros que estaban preparados para luchar por la libertad.

Había hombres y niños mucho más grandes que Steve. ¿Quién podría subirse a ese podio y verse a sí mismo a la luz del uniforme de un soldado? Cuando Steve se subió, su frente ni siquiera pasaba el cuello del soldado. Apretó la mandíbula y frunció ante la vista.

Incluso si lo intentara, Steve no podría escapar de la mirada de Bucky por mucho tiempo. Muy pronto, su mejor amigo lo encontró y le dio un ligero empujón para sacarlo del podio. Steve se giró, ciertamente sorprendido.

—Vamos, ¿qué entiendes tú por una cita doble? —dijo Bucky; se rió entre dientes, pero había un brillo de preocupación en sus ojos—. Vamos a llevar a las chicas a bailar.

Steve miró a las chicas por encima del hombro de su amigo, esperando al pie de las escaleras. Frunció los labios y sacudió la cabeza.

—Id yendo, ahora voy yo.

Lo entendió de inmediato y no estaba contento. Bucky cerró los ojos con un breve suspiro de frustración

—¿Vas a intentarlo otra vez?

Steve se encogió de hombros.

—Bueno, es una lotería. Voy a probar suerte.

Pero no podía dejar pasar palabras tan casuales a Bucky; era como hablarle a una pared de ladrillos que conocía a Steve a veces mejor que él mismo.

—¿Quién serás? ¿Steve de Ohio? Te pillarán. O peor aún, te admitirán.

Steve apretó la mandíbula. Se negaba a enojarse con Bucky, pero tal vez era lo único que parecía no entender. Como el resto, Bucky veía a Steve como alguien pequeño y débil, alguien que necesitaba ser protegido, que necesitaba ser sacado de cada pelea callejera en la que se había metido.

—Sé que no me crees capaz, pero...

—¡Esto no es un callejón, Steve! —espetó Bucky en un áspero susurro—. Es la guerra...

Levantó los ojos hacia él, cada vez más frustrado también.

—... Ya lo sé...

—¡¿Por qué tienes tantas ganas de luchar?! Hay más trabajos importantes.

—¡¿Cuál?! ¿Quieres que recoja chatarra con un carrito rojo?

¡Sí! ¿Por qué no?

—¡No pienso quedarme en una fábrica! —intentó discutir, pero esta vez Steve lo interrumpió—. ¡Bucky, vamos! —su amigo apretó la mandíbula, testarudo pero silencioso. Lo miró con un aliento furioso—. Hay hombres que están dando su vida—. No tengo ningún derecho a hacer menos que ellos. Eso es lo que no entiendes. No se trata de mí.

Bucky se burló en voz baja. Sus cejas se dispararon hasta la línea del cabello, sacudiendo la cabeza con una risa dudosa.

—No tienes nada que demostrar —murmuró. Señaló con un dedo el pecho de Steve.

Steve apretó los puños. No dijo palabra porque sabía que por mucho que estuviera en desacuerdo y nunca lo admitiera, Bucky tenía razón.

Pero eso tampoco significaba que no fuera.

Y Bucky también lo sabía. Los dos amigos resoplaron con la misma obstinación. Al bajar las escaleras, Connie agitó el brazo y gritó:

—¡Sargento! ¿Vamos a bailar?

Cambiando de actitud fácilmente, Buck giró sobre sus talones y le dedicó su mejor y más encantadora sonrisa.

—¡Ahora mismo voy!

Cuando se volvió hacia Steve, esa sonrisa desapareció. Lo observó por un momento y este entendimiento se estableció entre ellos. Bucky comenzó a darse cuenta de que ya no estaría aquí para mantener a Steve fuera de los problemas... iba a tener que dejar que peleara él mismo para salir de ellos. Suspiró, pero lo aceptó con ese gran peso en el corazón.

Sacudió la cabeza y empezó a irse, y sintió una sensación de opresión en la garganta que no pudo controlar cuando dijo:

—No hagas ninguna estupidez hasta que vuelva.

—No podría —Steve soltó una leve risita—, te llevas toda la estupidez.

Bucky se detuvo a mitad de las escaleras. Miró de reojo a su amigo, pero no pudo evitarlo. Regresó hasta arriba.

—Eres un mamón.

—Tú un idiota —Steve agradeció el abrazo que le dio. Fue rápido, pero hubo un momento en el que ambos no quisieron soltarse. Pero cuando lo hizo, Steve se aseguró de decir—: Cuídate mucho. No ganéis la guerra hasta que yo llegue.

Bucky se rió entre dientes. Con una sonrisa divertida, le envió a Steve un saludo final, y esa fue la última vez que vería a James Buchanan Barnes en meses.

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NUEVA JERSEY estaba a tres horas de Washington D.C., y esas tres horas fueron las más tensas y frustrantes que Daniels experimentó jamás. Después de su discusión con el Capitán Rogers, el aire entre ellos era casi sofocante, y se dio cuenta de que Romanoff lo sentía igual. Miró entre los dos desde donde estaba sentada en el asiento del pasajero; no necesitaba ser una espía para saber que había sucedido algo.

Por muy agotada y cansada que estuviera, Daniels no se tomaba tiempo para dormir. No podía dormir en un coche en marcha. Podía intentarlo, pero le disgustaba lo que ocurría cada vez. Cada bache en la carretera, cada cambio brusco de velocidad o el simple sonido de otro coche a su lado la hacían despertarse sudando, alerta y preparada para un peligro sin precedentes. No podía descansar ni relajarse, tenía que cerciorarse de que estaba preparada para cualquier cosa. Siempre lista para luchar.

Pensó en lo que había dicho aquella agente y se giró para mirar por la ventanilla del coche con un sabor amargo y repugnante en la lengua. Hacía una mueca cada vez que se movía, pero Daniels lo ocultaba obstinadamente bien. Incluso después de tomar ibuprofeno, no podía evitar el dolor en la espalda al caer por el primer tramo de esas escaleras.

Pamela todavía sentía la ira de Steve irradiar de él como un horno sobrecalentado en punto de ebullición, listo para estallar de nuevo. Y considerando que era el que estaba detrás del volante, decidió que era mejor criticarlo por su obvia respiración frustrada.

Daniels se preguntaba si S.H.I.E.L.D. había registrado su apartamento. Si antes no sabían nada, ahora sí que tenían la certeza de que Romanoff y ella iban a ir por libre con Rogers. No le importaba si lo arruinaban, podían tirar sus platos y cubiertos de papel, su viejo sofá y su cama dura como una roca. Podían destrozar su televisor por lo que a ella le interesaba, pero lo que casi le hacía arder los ojos cuando empezaba a darse cuenta de a lo que se había lanzado, era la idea de que tiraran esa colcha, volcaran ese reloj... revisaran sus cajas y encontraran su colección de cosas viejas sin ningún cuidado. Había objetos que podían rasgarse, romperse y hacerse añicos... Cartas y postales antiguas que deberían manipularse con dedos delicados serían arrojadas a un lado y pisadas... ¿estarían allí cuando ella regresara?

¿Podría siquiera regresar?

Iba a todas partes, pero nunca sin esas cosas. Era lo único que poseía y que formaba parte de su hogar. Y ahora, se iba a otra parte: las había dejado atrás y tenía miedo de no volver a ver esa caja con cosas.

Sabía que era una estupidez.

Daniels sacó una de las cartas de Coulson que había guardado en su bolsillo. Releyó su letra en el reverso por enésima vez. Trató de imaginar qué haría él ahora mismo. Pero los muertos no daban consejos.

Al alzar la vista, notó que unos ojos azules la miraban a través del espejo retrovisor. Tan pronto como Daniels lo hizo, Rogers desvió la mirada para fijarla agresivamente en la carretera.

No lo comprendía. A veces creyó que sí, y entonces él mostraba algo totalmente distinto. Primero era una foto en blanco y negro, y Daniels se dio cuenta de que aquello había sido lo más fácil de entender. Aquellas viejas fotos de guerra, los carteles de propaganda y los vídeos del frente. Ella veía a la persona que los demás le hacían ver: una figura bidimensional. Aunque hiciera anotaciones y garabatos y conversara sobre lo que simbolizaba el Capitán América, él había sido el Capitán América, bajo el prisma de quien quisieran que fuera. Era más fácil creerse la visión de otro que intentar crear la propia. Era más fácil que te dijeran que el Capitán América era una determinada cosa que detenerse a pensar que podía ser otra distinta.

Nadie (y eso la incluía) esperaba que las fotos y los vídeos en blanco y negro se fundieran con la realidad actual. Ni siquiera ahora, unos años después de que Rogers fuera encontrado vivo, sepultado en el hielo, Daniels podía comprender que el hombre que conducía aquel coche fuera también el hombre al que se le dedicó toda una exposición por su esfuerzo en la Segunda Guerra Mundial. Era un hombre fuera de tiempo. No sabía si debía olvidarlo, comprenderlo o simpatizar con él por ello. Era como analizar un fragmento de la historia con la perspectiva de aquella época para romper con la influencia de la perspectiva moderna, y luego volver a analizarlo con esa perspectiva. Era como explicar que algo era "producto de su tiempo" como una excusa y luego intentar seguir adelante.

Porque él era esos viejos vídeos y fotos, mientras que al mismo tiempo no. También era esa imagen en su expediente con la que lo había comparado cuando lo conoció. Era el Capitán América entonces y ahora, y apenas había envejecido unos años. Uno era un héroe de guerra, el otro un Vengador y entre todo eso también era un agente de S.H.I.E.L.D. Era difícil verlo como algo más que bidimensional hasta esos pequeños momentos en los que se convirtió en todo lo contrario. Y era confuso; era difícil de entender. Difícil de leer, difícil de encontrar lo que quería y, a veces, lo que no quería.

A veces se preguntaba si era porque él tampoco podía entenderlo.

Y que por eso la intentaba convertir en soldado. Trataba de darle órdenes y regañarla como a una niña, y ella lo odiaba. Lo odiaba tanto. Porque ella no era un soldado. No era sólo una agente. Era su propia persona que tomaba sus propias decisiones, que eligió esta vida para sí misma, que se hizo mejor...

Era mentira. La verdad era que tal vez ella era todo lo que S.H.I.E.L.D. quería que fuera. Un arma, una mentira, una cara nueva una y otra y otra vez: una agente, una soldado, una asesina despiadada... tal vez esa agente había tenido razón, era de todo menos ella misma...

Pamela Daniels mudó muchas pieles y llevó muchas máscaras. Era la agente Janus y la Víbora Roja, incluso había sido el rostro de Pamela Edith Daniels y de la huérfana perdida Mary-Annalise Jones; pero, ¿alguno le pertenecía? ¿Tuvo alguna vez la oportunidad de ser ella misma? Aquella a la que habían ignorado y regalado, a la que ni siquiera su propia madre había dado un nombre.

Ni siquiera era hija de su madre. Estaba lejos de ser la de su padre. Era... un pedazo de barro; moldeada hasta que nadie, ni siquiera ella misma, supo qué forma había adoptado cuando la recogieron por primera vez. ¿Era siquiera eso?

¿Quién sería al terminar esto?

En este momento, se sentía tan expuesta y perdida, no tenía una piel nueva que usar ya que todas las anteriores finalmente comenzaban a desmoronarse. Cuando ya no podía enfadarse, Pamela Daniels empezaba a darse cuenta de que no podía ser nada.

No había acudido para hacer otra cosa que luchar contra aquellos agentes, para colmar su ira que no encontraba cobijo en nada. Daniels se había vuelto irracional, igual que cuando robó el coche de Coulson, sin más opciones y sin importarle adónde la llevaban ni lo que eso significaba. Sabía que era peligroso. Sabía que era radical. Otros le advirtieron y le dijeron que hiciera lo contrario, ella los ignoró. Pero como Coulson, Steve había sido uno de los pocos en detenerla y reprenderla por ello. Y eso la asustaba.

Tres horas era mucho tiempo para permanecer en un silencio obstinado. Al final, incluso Romanoff, que era fanática del silencio, no pudo soportarlo más. Fijó su mirada en Steve con nuevo interés.

—¿Dónde aprendió el Capitán América a robar coches?

Steve se movió en su asiento.

—En la Alemania nazi. Y lo hemos tomado prestado. Quita los pies de ahí.

Natasha arqueó una ceja sorprendida. Lentamente, con una pequeña sonrisa, hizo lo que él le dijo, apoyando los pies en la alfombra de debajo. Miró hacia donde estaba Daniels en los asientos traseros, esperando verla igualar su diversión, pero cuando todo lo que vio fue un ceño malhumorado por la ventana, la agente Romanoff se burló en algunas palabras en ruso y puso los ojos en blanco.

Daniels, que entendía ruso, hizo el rápido movimiento de patear el respaldo de la silla de Romanoff por comparar su actitud con la de un niño pequeño. En última instancia, demuestra su punto, pero aún así...

—Eh —el Capitán Rogers las reprendió y lanzó a ambas agentes una breve mirada—, que lo hemos tomado prestado. Hay que devolverlo tal y como lo encontramos.

—Sí, Capitán... —murmuró Daniels con acento americano, y a la luz de su reciente discusión, supo que tuvo el efecto deseado en el momento en que el ceño fruncido de Rogers se convirtió en una mirada de molestia.

La siguiente hora que tardaron en llegar a Nueva Jersey, Daniels no pensó que la tensión pudiera empeorar. Pero así fue. Sobre todo cuando Romanoff, completamente agotada, se dejó llevar por la calma del coche que circulaba por la carretera abierta. Daniels apretó los labios y regresó a mirar por la ventanilla; una parte de ella se preguntaba si lo había hecho a propósito. Pero incluso la Viuda Negra era humana. Había pasado por lo mismo el día anterior. La diferencia era que Natasha y Steve confiaban el uno en el otro. Eran compañeros de trabajo que salvaron al mundo. Pero Daniels no podía dormir en el coche. Jamás podría hacerlo.

Y ahora, ni siquiera podía dormir para evitar lo asfixiante que se volvía el silencio entre ambos. Daniels sabía que una parte de ella quería soltar una disculpa por haber sido imprudente, sólo para romper el silencio, pero era demasiado orgullosa y terca; quería oírle admitir que no era perfecto. Ese Capitán América no fue tan sorprendente. Que él también necesitaba pedir perdón.

Cuando siguió el silencio, Daniels se frotó las cejas y trató de enderezar la espalda contra el asiento. Hizo una mueca de dolor que fue visible esa vez, y Steve la vio.

Frunció los labios mientras indicaba el siguiente carril para adelantar al remolque que tenía delante.

—¿Estás bien? —decidió preguntar. Daniels también odiaba conducir en Estados Unidos. Sabía cómo hacerlo y tenía una licencia internacional, pero las cosas en Australia en la carretera parecían tener más sentido. Pero incluso si regresara, supuso que todo se sentiría al revés: nada se sentiría como en casa.

—Sí —murmuró, sin querer darle la satisfacción de una conversación civilizada.

Rogers apretó la mandíbula y agarró el volante con un poco más de fuerza. Luego, con un suspiro, le dijo:

—No eres un soldado.

Ella puso los ojos en blanco.

—Por fin te das cuenta, ¿huh?

—No —Steve respiró hondo, obligándose a mantener la compostura. Daniels empezó a preguntarse si los súper soldados también se agotaban después de no parar durante más de veinticuatro horas—. Me refiero a que estoy acostumbrado a dar y recibir órdenes. Tras lo de Nueva York, me uní a S.H.I.E.L.D. para volver a esa rutina... pero, tienes razón, no es lo mismo. Yo soy un soldado, no un agente.

Sorprendida por oírlo abrirse así, Pamela apretó los labios. No sabía si era su forma de disculpa, pero no estaba exactamente segura de qué decir, si se suponía que debía retractarse de repente de todo lo que había dicho porque ahora casi se sentía culpable. Pero en cierto modo entendió que Steve no lo apreciaría. Si había algo que le pudiera gustar de él era su honestidad. Debería respetarlo de la misma manera.

—Bueno —trató de ser ligera en su tono, pero estaba cansada, y casi sonó pesado, pero cree que él se dio cuenta—, tampoco creo que seas exactamente un buen soldado.

Sorprendentemente, Steve Rogers soltó una breve risita.

—Ya, bueno, puedo decirte que no era exactamente la primera opción para el ejército.

Daniels ladeó la cabeza, ciertamente curiosa. Frunció.

—¿Y que te hizo alistarte? Podrían haber elegido a cualquier estadounidense de pelo rubio, ojos azules y dos metros de alto... Pero te eligieron a ti para el suero, ¿por qué?

El Capitán América contempló la carretera durante un buen momento, casi nostálgico y un poco triste. Aunque siempre parecía un poco triste. Perdido... no del todo en casa. Daniels sintió ese tirón en el pecho, porque comprendía esa mirada. La veía cada vez que se miraba al espejo.

—El suero amplifica todo acerca de una persona... Lo bueno se vuelve grandioso, lo malo se vuelve peor. Supongo que el doctor Erskine vio algo lo suficientemente bueno como para darme una oportunidad. Sólo espero que tuviera razón.

Ella parpadeó, sorprendida por el comentario. Un soplo de vergüenza la golpeó y se miró los dedos; todavía tenía en la mano una de las cartas de Coulson. La volvió a guardar en su bolsillo.

—Coulson parecía pensar que sí —murmuró al final.

Los ojos de Steve la vislumbraron a través del espejo retrovisor. Ella no los miró. Aunque conducía un coche automático, mantenía la mano apoyada en la palanca de cambios, acostumbrado a tener que cambiarla.

—¿Vas a contarme que pasó en el centro comercial?

—¿Qué parte? —ella dijo, aunque sabía exactamente a qué se refería. Al verlo por segunda vez, Daniels respiró hondo y volvió a mirar por la ventana. Observó los árboles pasar—. Me dejé llevar. No volverá a suceder. ¿Quieres decirme por qué Fury te dio ese USB?

Se lo había estado ocultando, mintiéndole todo este tiempo, que cuando por fin Steve se lo dijo, ella casi pensó que no le había oído.

—Me dijo que S.H.I.E.L.D. estaba comprometido. Me lo dio porque dijo que no podía confiar en nadie, que yo no debía confiar en nadie. Cuando volvimos a Washington al terminar la misión de los rehenes, me enseñó el Proyecto Insight: un plan de defensa para eliminar amenazas antes de que tengan siquiera la oportunidad de llegar a serlo. Tres helicarriers con capacidad para eliminar a cientos de personas alrededor del mundo con sólo apretar un botón.

Daniels frunció y una sensación horrible se apoderó de su estómago.

—¿Qué? —respiró. El horror en su voz hizo que Steve volviera a mirarla a través del espejo. Se tragó un fuerte nudo en la garganta—. ¿Fury dio luz verde?

—Ya están construidos, los he visto.

—Eso es... —no pudo terminar la frase. Sacudió la cabeza, sin querer creerlo. Pero mientras pensaba más en ello, se dio cuenta de que no estaba sorprendida. Daniels se recostó en el asiento, preocupada—. ¿Crees que todo lo que ha pasado tiene algo que ver con el Proyecto Insight?

—Tal vez —murmuró el Capitán América—. No lo sé. Sólo sé que S.H.I.E.L.D. ha sido comprometido, es todo lo que dijo Fury.

Daniels frunció los labios y sus pensamientos inquietantes no hacían más que crecer. Tenía muchas preguntas y muchas cosas que quería decir, pero al final decidió soltar:

—Gracias por decírmelo.

—Debí contártelo antes —admitió Steve—. Lo lamento.

—No debí hacer lo que hice —murmuró también Pamela, tranquila. Sabía que Romanoff estaba dormida, al menos eso pensaba, pero aún así quería asegurarse de que su disculpa fuera escuchada por Steve, y sólo por Steve—. Fue imprudente y estúpido. No lo sé, yo sólo... —se interrumpió, no estaba segura de lo que iba a decir. Así que cambió de tema—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

A lo mejor se estaba desviando, a lo mejor ya había perdonado a Steve, a lo mejor le había abandonado algo de rabia, o a lo mejor era otra cosa. Pero Daniels podía respirar ahora.

—No tienes que responder si no quieres —Rogers arqueó una ceja curioso en el espejo retrovisor cuando Pamela añadió rápidamente—: Pero me parece que si no la contestas, la estarás contestando indirectamente...

¿Cuál? —él la instó a seguir, pero fue desenfadado.

Pamela se cruzó de brazos y le dedicó una sonrisa juguetona.

—¿Fue ese tu primer beso desde 1945?

Inmediatamente, él puso los ojos en blanco.

—¿Tan mal lo he hecho?

Pam se quedó boquiabierta.

—¿Qué? Yo no he dicho eso.

—Por el tono, es como si lo hubieras dicho...

—¡No, no es así! —trató de explicarlo de la mejor manera—. Tenía curiosidad por saber cuánta práctica tenías...

—No se necesita práctica... —Steve hizo una mueca.

—Todo el mundo necesita práctica...

—No fue mi primer beso desde 1945 —la interrumpió, a la defensiva y Pamela ocultó su sonrisa para sí misma—. Tengo noventa y cinco años y no estoy muerto.

Ella resopló en voz baja para sí misma.

Tío... —Pamela se encontró riéndose y sacudió la cabeza—. Imagínate esa diferencia de edad. ¿No hay nadie especial?

Steve dejó escapar otra breve carcajada ante eso.

—Aunque no lo creas, es difícil dar con alguien que comparta tus vivencias.

—Ah, bueno, vale —Pamela se encogió de hombros, inclinándose hacia atrás hasta que sus rodillas tocaron el compartimiento central entre los asientos delanteros—. Se puede buscar algo en común. No sé... una película o una comida, o te inventas algo. Eso siempre es divertido.

—¿Como haces tú? —Steve volvió la cabeza hacia ella brevemente.

Ella suspiró.

—No es tan malo... Si te gusta algo de alguien, aprovéchalo. La gente lo hace todo el tiempo. Nos teñimos el pelo de colores que no tenemos, copiamos la moda que vemos en televisión, adoptamos maneras que queremos tener, nos inspiramos en otros para nuestros logros y sueños... todos mudamos de piel de vez en cuando, sólo que no lo hacen por un trabajo como yo. Mantiene a la gente en vilo, ¿sabes? Nunca están seguros del tipo de persona que van a encontrar. Nunca están seguros de a quién van a ver. Nunca están seguros de quién eres realmente.

Steve la miró con el ceño fruncido por un momento

—No es fácil vivir así —murmuró, casi gentilmente.

Pamela asintió y se miró las rodillas.

—Es una buena forma de no morir...

—Resulta difícil confiar en alguien cuando no sabes quién es ese alguien.

Ella bajó la cabeza.

—Sí —dijo en voz baja. Entonces, Pamela miró a Steve a los ojos con el primer soplo de vulnerabilidad que vio—. Pero... podrías confiar menos en mí si quisieras. Ser digno de confianza es sólo otra cara que cualquiera puede poner. Por eso la gente también puede apuñalarte por la espalda.

Un pesado silencio cayó entre ellos. Pamela jugó con sus dedos. Después de un rato, murmuró:

—¿Quién te apetece que sea, Capitán?

Los ojos de Steve eran suaves y amables.

—¿Qué tal solo Pamela Daniels? ¿Quienquiera que sea?

Una risa amarga escapó de los labios de Pamela Daniels.

—Cuando lo sepa, te prometo que serás el primero en saberlo —logró esbozar una pequeña y dulce sonrisa y sintió que su corazón se aceleraba cuando Steve le devolvió la suya. Esa sonrisa, esa dulce y tierna sonrisa, que no era bidimensional en absoluto.

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